11 de octubre de 2007

Recuerdos de brujas y castillos sobreviven en la Segovia de hoy



El acueducto romano alcanza su punto más alto, con 30 metros, justo en la plaza Azoguejo, un punto lleno de bares, hoteles y restaurantes.

Para demostrar que los cerdos de la receta original son tan tiernos que se deshacen en el paladar, el chef saca un plato y los corta en dos con él.
Recorrerla provoca dolor de pies de tantas cosas que hay para ver. Y además, hay que andarla "con la barriga en la mano", de tantos platos por comer.
El dueño del restaurante El Mesón de Cándido entra al comedor con un séquito ruidoso de meseros y una mesa rodante, y sobre ella su famosa receta: tres cochinillos asados que dejan sin aliento a todos a lado y lado de la mesa.

El señor Cándido en persona, el heredero de una tradición de dos siglos, repite el rito que hizo popular a este lugar: para demostrar que los cerdos de la receta de su abuelo son tan tiernos que se deshacen en el paladar, saca un plato y los corta en dos con él.

Luego, sin que nadie lo espere, rompe el plato en el suelo y empiezan a llover más y más recipientes, hasta que a alguien se le ocurre parar el relajo y servir la comida, mientras afuera, en el gigantesco acueducto, un grupo de niños salta y el sol calienta las piedras que hace más de 2.000 años trajeron el agua a esta ciudad, ubicada a 87 kilómetros al noroeste de Madrid (España), en la comunidad de Castilla y León.

El agua ya no fluye por este monumento Patrimonio de la Humanidad de 15 kilómetros de largo y que alcanza los 30 metros de alto al llegar a la Plaza de los Cochinillos. Un monumento acrobático que parece a punto de desequilibrarse pero al que nunca le ha hecho falta la argamasa.

Hoy, el acueducto es la gloriosa puerta de entrada a una ciudad atrapada entre murallas, de calles enredadas que llevan siempre a los mismos lugares, y que a veces parece detenida en algún punto del Medioevo, de no ser por las tiendas de descuento y la alharaca de las extranjeras que bajan dichosas hablando por celular por la calle que da al acueducto.

En el Mesón, nadie es capaz de terminar su pedazo de cochinillo, y después del café es necesario levantarse para no dormirse. Al pasar tambaleando por unas escaleras de madera, un letrero burlón aparece de frente: "Cuando bajo de comer del Mesón del Segoviano, tengo que irme sujetando la barriga con la mano".

Largo recorrido por capillas segovianas

En el paseo de subida a la ciudad vieja se va la pesadez y aparecen un anciano sentado en un banco viendo cómo se mueven las nubes, un pintor ensimismado en un lienzo pequeño, una gitana vendedora de pañuelos, un museo dedicado a las brujas quemadas en otra edad y una catedral inmensa que parece comérselos a todos ellos.
La mandó construir Carlos V en el siglo XVI, porque la que había fue arrasada en una de muchas guerras, y con ella la ciudad quedó más que satisfecha: para recorrer sus 20 capillas se necesita casi media hora, y sus cuadros y esculturas de pesadilla son una lección de arte gótico y renacentista.

"La ciudad siempre ha tenido un encanto y los Reyes Católicos disfrutaban mucho el tiempo que pasaban aquí", dice, como hablando de algo que pasó hace ocho días, la guía de un recorrido de seis euros por la atracción mayor de esta villa: el Alcázar, el ave Fénix de los palacios segovianos.
Un incendio bestial estuvo a punto de devastar, en 1862, el lugar donde se tejieron las intrigas de la coronación de Isabel la Católica como reina de Castilla, y hoy el techo y parte del mobiliario son meras alegorías a la riqueza de otra época.

Pero en una sala oscura siguen en pie el trono de Isabel y el de su esposo, Fernando de Aragón, incluso el cuarto donde dormían y, detrás, un magnífico arsenal que sirvió para custodiar el castillo desde que se erigió en el siglo XI.

Segovia da dolor de pies, de tanta casa vieja y tanto palacio por ver. Y mucha sed. Dos males que se curan desandando hasta volver a la plaza principal y encontrarse con que la vida en ella ya no se reduce a un viejito que mira nubes.

Se extiende como el agua hasta unas 10 cuadras abajo: terrazas -e incluso calles- atestadas de comensales de restaurantes típicos, rumberos que esperan con agonía a que el sol se oculte de una buena vez y curiosos que se detienen a observar a una joven tocar el piano en plena calle, mientras una señora trata con una mano de mecer el cochecito de su hijo para que la deje oír y con la otra se acerca una copa de vino.

Con la bandada de pájaros que vuela sin cuidado en medio de las columnas del acueducto comienza una noche larga. A las 4 de la mañana, el ruido sigue intacto. A las 7, todos están otra vez en la calle, y el pintor esta vez prefiere dedicarle el día a plasmar la magnificencia de la catedral. Tiempo tiene de sobra.

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